martes, 27 de octubre de 2009

De Suecia a Buenos Aires sin escalas


Una historia digna de ser escuchada


Lotta Costa Eriksson plantó su bandera en Argentina por amor a un porteño que cambió sus planes por una familia y otras costumbres que la encandilaron. Recuerdos, nostalgia y alegrías forman parte de su diario de viaje.
Por Clarisa D'Angelo

La típica historia de telenovela costumbrista pasó la ficción y se convirtió en realidad. La historia de Lotta Costa Eriksson, de 41 años, es un claro reflejo de los efectos que puede generar el amor cuando llega de la mano de persona correspondida y la muestra cabal de que en este plano no hay distancias que valgan.
Doce años atrás otra era la vida de Lotta. Suecia, su país, era el único lugar donde le era posible proyectar su futuro. Con la mentalidad de una adolescente, la curiosidad desenfrenada, el descaro que la picardía y la inocencia entregan en esa etapa de la vida, conoció a Diego, un argentino que estaba de paso realizando una capacitación para la empresa sueca para la que trabajaba.
Nada hacía pensar a esta mujer dueña de una mierda profunda y unos inmensos ojos, piel de porcelana y sumamente delicada, que ese hombre sería, años más tarde, el padre de sus hijos (un varón de 5 años y otro en camino) y que por esa relación dejaría su país para conocer algo nuevo y diferente a lo que estaba acostumbrada.
“Cuando Diego me dijo que era de Argentina tuve que mirar en el mapa para ver dónde quedaba. Además, cuando lo vi, pensé que era italiano, su familia es de allá y tenía toda la impronta ‘tana’”, cuenta Lotta esbozando una sonrisa picara con la que se le ilumina la cara.
Lejos de entrar en pánico por la partida de su novio a su país en plena etapa de conocimiento, Lotta encontró la forma de seguir en contacto hasta tomar una decisión, que más tarde le cambiaría la vida: viajar a la Argentina.
“Cuando él se fue, buscamos la manera de no perder el trato. En ese entonces no existía Skype, Facebook, nada, así que hablábamos todos los días, durante siete meses, por teléfono o fax”, recuerda, para luego agregar con la gracia que la caracteriza: “muy caro todo”.
Cuando el paso del tiempo le dio el pie para darse cuenta de que la relación era algo serio y que los dos querían seguir juntos, Lotta buscó la opinión de su fiel consejera, su mamá. Aquella que con la sabiduría y el tacto habitual de las madres la apoyó para que viajara a la Argentina. Con el voto de confianza de su familia, un puñado de ilusiones y un manojo de inseguridades llegó al país.
“No conocía absolutamente nada. Lo primero que uno piensa es que Buenos Aires es inmenso. Me sorprendía que fuera tan Europeo, no sé, yo pensaba que al estar en Latinoamérica sería más parecido a Perú, que la gente iba a ser más del estilo de ese país”, comenta.
Al poco tiempo de residir en Argentina, Lotta comenzó a trabajar en el lugar que más cómoda podría sentirse: es secretaria del Club Sueco ubicado dentro de la Embajada de Suecia. “Soy la cara sueca con la que la gente se encuentra cuando vienen al club”, se autodefine, orgullosa.
Doce años en otro país pesan. La familia y los amigos de toda la vida ubicados en otro continente generan en la futura mamá una nostalgia permanente que la lleva, cada dos años, a visitar su país para reencontrarse con sus orígenes, muchas veces olvidados por la vorágine que implica vivir en Buenos Aires.
Si bien extraña la tranquilidad y el silencio característico de su país, Lotta sigue apostando a la Argentina, aunque no descarta, junto con su marido volver a Suecia para que sus hijos puedan crecer sin violencia e inseguridad.

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