martes, 14 de julio de 2009

El día que no vi tan lejos Buenos Aires



La noche en Bragado estaba serena, invadida por los mosquitos y el calor constante que caracteriza el comienzo del verano a mediados de diciembre. Mis vecinos estaban sentados afuera, tomando un poco de aire fresco mientras charlaban de algo que yo no entendía. Mis papas estaban más agotados que nunca. Pero no era solo eso lo que yo notaba en ellos; sus rostros reflejaban con cada gesto una sensación rara y amarga. Con sus ojos cargados de preocupación me dijeron, ante mis interminable ronda de preguntas, que “tenían sueño porque se habían levantado temprano para trabajar”.
Yo con once años, todavía pecaba de ingenua, pero no me quedé conforme con la respuesta que mamá y papá me habían dado. En el aire aparte de la densidad del calor y la humedad, había miedo, pero no lograba comprender que era lo que tenía tan raros a todas las personas grandes. Intenté distraerme, pensaba en el regalo para mi tía Andrea, que cumplía años al día siguiente-20 de diciembre-. Pero me aburrí y como vi la luz de la televisión en la habitación de mis papás me acosté en el medio de ellos.
El periodista Antonio Laje, desgastado, con ojeras y al mando de un programa, del que no recuerdo con exactitud el nombre, me dio la mano para acercarme, aunque sea un poco y a mi manera por ser tan chica, a la realidad que hasta ese momento desconocía por completo.
Mis ojos achinados, estaban más grandes y amplios que nunca, mi cabeza iba a dos mil revoluciones por minuto, pero a la vez me sentía segura porque pensaba que lo que estaba viendo sólo podía pasar en lo que yo llamaba “la gran ciudad”, Buenos Aires, para mis familiares.
Eran muchos escenarios plantados en un mismo lugar, muchas cosas por descifrar, situaciones violentas que nunca antes había visto. Por un lado un móvil del programa mostraba a la gente corriendo con bolsas de comida que saqueaban de los supermercados. En otro punto de Capital Federal, pero no muy lejano, personas lastimadas y policías pegándoles y por último, pero no por eso menos importante, el Presidente, Fernando De la Rúa, para mi la persona más buena del país porque solucionaba los problemas, diciendo que se iba. Para ese entonces mi desilusión era muy grande y mis papas intentaron explicarme lo que estaba sucediendo hasta que me tranquilizaron.
Aunque la calma duro unos segundos: eso que yo veía a través de la pantalla se trasladó a mi ciudad y ahí el miedo me invadió por completo. Miembros de organizaciones comenzaron a pedirle, a los supermercados, comida y alimentos, pero no de la mejor manera. Aunque no llegaron a convertirse en saqueos violentos con personas heridas ni muertos, Bragado sintió el rigor de la realidad.
Esa noche de diciembre de 2001, con once años, fue la primera vez que sentí que los 210 kilómetros que me separan de “La gran Ciudad” no existían.

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